Artículo publicado en Facebook el 10 de marzo de 2013

Ahora lo entiendo todo. Las piezas empiezan a caer en su sitio a pesar de que hace unos días me veía engullido por un torbellino de experiencias y sensaciones que consiguió descolocarme. Desorientación que se esfumó parcialmente cuando la otra realidad me recordó a lo que había venido. Más de veinte representantes de empresas bengalíes estaban deseosos de encontrar un compañero de viaje en Europa.

Sales de casa con las maletas un lunes por la mañana y llegas el martes a Dhaka cuando en realidad tu cuerpo dice que tienes que estar durmiendo. Y no te queda otra que estar despierto. El aluvión de acontecimientos será tan abrumador que no podrás parpadear ni un segundo, a riesgo de perderte imágenes que ni has visto, ni sabes si volverás a ver.

Esperando el bus del hotel, el periódico me cuenta que explosionó ayer una bomba cerca del mismo. Según el amable representante del hotel, no es para tanto. Simplemente los llamados hartals – huelgas o protestas en grupo-  están creando caos en el país. Si bien para curarse en salud nos escoltan dos militares con armas dentro del bus.

Ahora todo tiene sentido. Bangladesh te engulle en un ciclón de acontecimientos, sensaciones y sentimientos al límite. Una estrategia de debilitamiento progresivo. Estrangula la boca del estómago, te sujeta los párpados para que no pierdas un segundo de la vorágine. Exprime todos y cada uno de tus sentidos para ponerte alerta. Te despelleja para que los nervios reciban con total nitidez todos los estímulos exteriores.

Ya en dirección al alojamiento dicen que no hay apenas tráfico, pero las calles por donde transitan vehículos son un hervidero. Imagina cómo será en hora punta. Los semáforos no funcionan, y si lo hacen cumplen más la función de decoración luminosa. Cuando nuestro conductor se aproxima a un semáforo en rojo no solo se lo salta, sino que además esquiva de hábil maniobra un rickshaw  – motocarro – que no va lo suficientemente rápido. Eso sí, sin olvidar la pitada de claxon correspondiente que va acompañada de la de coches a derecha e izquierda del bus. Todos, absolutamente todos los vehículos de Dhaka tienen un timbre, campanilla o claxon. Y su uso representa un idioma en sí. Hacerlo sonar significa “aparta”, “cuidado”, “que voy”, “cambio de carril” (válido para ambos lados), “estoy aquí”, “que te arrollo”, y un largo etcétera que no termino de descifrar.

Ese mismo día, adentramos en la ciudad para dar un paseo y tirar cientos de fotos. En parte para captar lo que mis ojos no consiguen procesar. El torbellino empieza a acelerar y sientes que te acercas al centro de la espiral. Caras, colores, olores desconocidos. Bullicio, gente en todas partes. Individuos que no hacen otra cosa que sentarse a esperar. Quizás el paso de las horas, quizás para mantenerse alejados del centro de la espiral.

Después cenar y volver a echarse a la calle. Pasear rodeado de ojos y sonrisas que luchan por resaltar entre el oscuro de las pieles y la noche. Algunos nos seguirán caminando por algunas calles, los dos más persistentes se convertirán en nuestros guías improvisados. Lo mismo paran el tráfico para que crucemos, que nos explican secretos de la ciudad. Al final aceptamos su oferta de ayuda y les pedimos que nos lleven junto al río, al puerto. Para de esta manera acercarnos definitivamente al centro del torbellino. Repartidos en dos rickshaws, con un conductor y un guía improvisado al que no conocemos de nada, atravesar la ciudad a sesenta kilómetros por hora en una jaula sobre tres ruedas minúsculas. Como en un videojuego se cruzan todo tipo de vehículos, pero por alguna razón esotérica ninguno acierta a tocarse.

Y una vez en la vieja Dhaka, te das cuenta que estás cerca del río por el olor a ciénaga, penetrante y persistente. Al llegar al puerto la espiral gira a tal velocidad que empiezas a perder la noción de realidad. A tu alrededor un fenómeno maravilloso. El río que representa mejor que nunca la vida y la muerte. Un mercado que aún bulle en la oscura noche, escalones convertidos en camas, niños que corren y juegan dentro de la terminal del puerto, un viejo con muletas y casi ciego que deambula a duras penas. Todos piden algo, hablan con los ojos, con las manos, pero no les oigo. El ruido de la espiral es ensordecedor.

La última gota de razón nos dice que hay que volver al hotel. La misma cordura que nos vuelve a meter dentro de esa jaula sobre ruedas en la que durante 40 minutos transitamos por las entrañas de Dhaka. El hotel como puerta de escape de un mundo casi onírico. Objetivo alejarse al máximo del centro de la espiral. Porque nada tenía sentido.

Pero ahora lo entiendo, Bangladesh. Está claro. Era todo una estrategia calculada con precisión matemática. Enmascarada por el caos a mi alrededor, perfecta maniobra de distracción.

Ahora todo tiene sentido. Bangladesh te engulle en un ciclón de acontecimientos, sensaciones y sentimientos al límite. Una estrategia de debilitamiento progresivo. Estrangula la boca del estómago, te sujeta los párpados para que no pierdas un segundo de la vorágine. Exprime todos y cada uno de tus sentidos para ponerte alerta. Te despelleja para que los nervios reciban con total nitidez todos los estímulos exteriores.

Y en ese momento en que te encuentras saturado de sensaciones, mientras  los nervios sensoriales siguen mandado toneladas de información al cerebro. En que el ser humano vuelve a su estado más básico de animal indefenso y arrinconado a la espera de un desenlace.

En ese preciso instante el corazón abierto de par en par y acorralado entre tu cuerpo y lo que de frente se le avecina, recibe una tromba interminable de amistad, de amabilidad y afecto. Un despliegue de pureza, honestidad y humildad sincera. Bangladesh y los bengalíes te llenan el corazón con ejemplos de lucha, superación y proyectos individuales. En definitiva de amor, mucho amor.

El amor por querer hacer las cosas con la mayor dedicación, sin recibir nada a cambio. Y obviamente sin importar lo más mínimo aquello que es superficial, los elementos que nublan la percepción de lo verdaderamente relevante. Sin más recompensa que la propia satisfacción por hacer lo que creen que es correcto y sincero.

Ha sido maravilloso. Me has devuelto la inspiración y  reforzado mi percepción de la realidad. Espero volver un día para ver qué tal le va al pedazo de corazón que dejo aquí. Gracias Bangladesh.